La pregunta era sencilla: cuál es la diferencia entre jugar un solitario y un partido de fútbol. Entre un niño que gana solo o con un equipo. Eso fue lo que se preguntó Roberto Araya, doctor en Ingeniería de la Universidad de California en Los Ángeles e investigador del Centro de Investigación Avanzada en Educación de la U. de Chile (CIAE), hace más de veinte años. Se lo preguntó, dice, con dos objetivos en mente: cómo hacer que el aprendizaje de las matemáticas se convierta en un juego, en algo realmente divertido para los jóvenes, y cómo acortar así las brechas entre los colegios de sectores adinerados y vulnerables.
—Antes pensaba que una máquina inteligente, un software que entendiera a cada niño y sus dificultades, era lo óptimo —dice el investigador—. Pero después de mucho ensayo y error, entendí algo clave: que el componente social es fundamental, que todos vamos a la escuela motivados por estar con nuestros amigos. Ahí había una arista muy poco explorada.
Araya lo fue viendo con los años. Cada vez que organizaba torneos entre colegios —ha realizado varias competencias de matemáticas entre escuelas, en conjunto con el CIAE y la Universidad Diego Portales—, le parecía notar una efervescencia que veía después en las salas de clases. Los niños, cuenta, parecían motivados porque el grupo completo ganara, no solo ellos. Y así, explica, el conocimiento que adquirían era considerablemente mayor.
Entonces, al alero del CIAE —un centro basal financiado por CONICYT, a través de su Programa de Investigación Asociativa—, comenzó a diseñar ConectaIdeas, un programa de computación que permite a los niños, de entre nueve y diez años, adentrarse en el mundo de los números e ir realizando ejercicios matemáticos, pero no individualmente como otros softwares similares, sino en equipo con el resto el curso. Todo frente a un computador que lleva el registro de sus respuestas y que permite avanzar en etapas y dificultad.
En pedagogía, a ese tipo de técnicas de aprendizaje, que utilizan las dinámicas del juego, se les llama gamificación. En el caso de ConectaIdeas, la dinámica es así: luego de diez minutos el programa arroja una alerta a quienes tienen mejores resultados, pero —al contrario de como suelen ser estos juegos—, no reciben ejercicios más difíciles, sino que se convierten en monitores, una suerte de ayudantes que deben apoyar a sus otros compañeros. Al mismo tiempo, el software muestra el puntaje que lleva el curso en conjunto, en comparación con cursos de otras escuelas que también lo están usando. Al final de cada semestre, además, se realiza un gran torneo virtual en que compiten cursos de distintos establecimientos.
—A pesar de que el software sabe cómo le está yendo a cada niño, lo que vale es el puntaje en conjunto y cómo se ayudan entre ellos para aprender y avanzar —dice Araya, de 64 años—. Mi crítica al sistema escolar es que le pone nota a cada niño y hoy se compite incluso entre los mismos compañeros, sin promover la cooperación. Pero si yo desincentivo eso y promuevo al curso completo, se genera un cambio y un aprendizaje muy importante.
ConectaIdeas se implementó entre 2010 y 2017 en todas las escuelas públicas de la comuna de Lo Prado, y en otras escuelas subvencionadas de La Pintana y Pedro Aguirre Cerda. Sus buenos resultados iniciales hicieron que el Banco Interamericano de Desarrollo se interesara en el proyecto y financiara su implementación a mayor escala en las salas de clases de escuelas chilenas con alto índice de vulnerabilidad. En conjunto con el International Development Research Center de Canadá, Araya y su equipo lo aplicaron durante un año en 24 instituciones ubicadas en San Bernardo, Maipú, Quinta Normal y La Pintana.
Los resultados, dice el investigador, lo impresionaron incluso a él: todos los cursos que fueron elegidos para utilizar el software dos veces por semana —a diferencia de otros cursos del mismo nivel que no lo usaron— subieron cerca de 14 puntos en el Simce de matemáticas. El equivalente, explica, a que hubieran recibido medio año de estudios adicionales.
—Lo que importa en este software es el equipo y que exista una colaboración interna, al contrario de la idea de una competencia interna —dice el doctor en Ingeniería—. No todos podemos ser los primeros del curso, pero si yo planteo que nos tiene que ir bien en conjunto, y que eso es lo que vale, cambia todo, porque no sacamos nada con tener un Messi en el equipo si los otros no corren. Si sólo existe un Messi, vamos a perder. Por eso, la idea es que los niños sientan que tienen que incentivarse entre todos.
—¿Es difícil implementar ese cambio de mirada en las salas de clases?
—No es simple, y por eso hacemos mucho acompañamiento. La idea de los estudiantes monitores, por ejemplo, es un gran cambio para los profesores, por lo que vamos midiendo si la ayuda que dan los monitores es efectiva para que los otros entiendan. Pero el mecanismo final es clave: el torneo es donde vemos si todo resultó o no, porque ahí se activa el componente social más importante que es el trabajo en equipo, que para ellos tiene una efervescencia increíble y los motiva para que todos aprendan por igual.
—¿Han sentido el apoyo de los profesores con esta innovación?
—Como en toda innovación, hay un grupo que vuela y propone incluso más cosas, un grupo más escéptico y otro que es difícil de convencer, que son alrededor del 20 o 30%. Esas proporciones existen siempre. Nosotros apostamos a subir al 70% de los profesores. Pero así somos los seres humanos: en todo cambio habrá gente que se suma de inmediato, otros que esperan a ver si los otros se suman, y los que no querrán sumarse nunca. Ahí hay que emplear otras estrategias, más lentas, que son parte de la dinámica de cualquier innovación.
Texto: Carolina Sánchez