Le gustaba la oscuridad del infinito, que era como una bóveda nocturna llena de pequeños cristales. El cielo, entonces, era tan fascinante como misterioso. Soñaba con conocer las estrellas y llamarlas por sus nombres. Soñaba con, alguna noche, ver pasar al Sputnik 1, el primer satélite lanzado por el hombre. Nidia Morrell no tenía más de diez años cuando decidió ser astrónoma, y no se equivocó: cinco décadas después, allá arriba en el firmamento, un asteroide lleva su nombre, un honor reservado para los más destacados de su profesión.
—Es solo suerte, no he hecho nada extraordinario —dice la investigadora argentina, que trabaja en el Observatorio Las Campanas desde hace 16 años. Y quizás de verdad lo cree, aunque su trayectoria diga claramente lo contrario: en sus cuatro décadas estudiando estrellas masivas —astros con hasta cien veces la masa del Sol—, fue protagonista de la detección de un posible Objeto de Thorne-Zytkow, una estrella híbrida formada por la coalición de dos estrellas gigantes, que hasta entonces sólo existía en la teoría.
También participó, en 2006, en el descubrimiento de ASASSN-15lh, la supernova más brillante registrada por el hombre. Son sólo dos de las muchas cosas extraordinarias que ha hecho a sus 65 años, y pronto podrían llegar otras: hoy está analizando un nuevo tipo de estrella, nunca antes observada, que descubrió junto con sus colaboradores en las Nubes de Magallanes. Quiere entender el origen de ese misterioso astro.
En algún punto entre esas galaxias y nuestro planeta está también su nombre, cruzando el espacio. En noviembre del año pasado, en el congreso “Supernovas y estrellas masivas”, celebrado en San Carlos de Bariloche, la Unión Astronómica Nacional le comunicó la decisión de darle su nombre a un asteroide, el 25906 Morrell, tal vez el mayor honor que puede recibir quien ha dedicado su vida a mirar al cielo.
Pero incluso para una mujer que ha puesto su nombre en el espacio, estudiar ciencia no fue un camino sencillo. Sus padres nunca quisieron que estudiara Astronomía, por considerar que no era una profesión apta para una mujer, con la que difícilmente podría ganarse la vida. Nidia se mantuvo firme y entró a estudiar a la Universidad Nacional de La Plata en 1971. Cinco años después ya estaba licenciada y comenzaba su doctorado en la misma casa de estudios.
No fue hasta 1978 cuando observó por primera vez las estrellas con un telescopio profesional, en el Observatorio el Tololo, en la Región de Coquimbo. Ese momento, cuenta, quedó grabado en su memoria. La forma, el color y el brillo de los astros, que ella había mirado tantas veces, pero nunca así, como si pudiera tocarlos. La astrónoma buscaba un tema para su tesis de doctorado. Durante cuatro noches, realizó observaciones en el telescopio de 36 pulgadas que había entonces, con placas fotográficas y revelado manual, un proceso largo y ceremonioso que hoy ya no existe, y que Nidia recuerda con cierta nostalgia.
—Fue superior a lo que esperaba. Volví a Argentina soñando poder ver el cielo de nuevo —dice, al teléfono desde su oficina en el Observatorio Las Campanas, operado por el Instituto Carnegie de Washington, en la precordillera de la Región de Atacama. Allí, hoy maneja telescopios de hasta seis metros de diámetro, que están considerados entre los 15 más potentes del mundo.
—¿Cuál ha sido el momento más importante de tu carrera?
—Es muy difícil nombrar solo uno. Pero podría ser el más reciente, en agosto 2017. Por primera vez observamos una kilonova, la colisión de dos estrellas de neutrones. Eso para mí fue sumamente emocionante porque nunca se había observado. Yo pensé que jamás lo vería en mi vida, y funcionó exactamente como la teoría lo había predicho. Fue un gran triunfo de la astrofísica teórica.
—¿Cómo se puede acercar descubrimientos así a la gente?
—Yo nunca digo que no cuando me piden que vaya a una escuela a dar una charla para niños. Es la única forma de contar lo que hacemos. Es parte de nuestra tarea. Me ha pasado que luego de una de mis charlas, seguimos en contacto con uno de los niños y me cuentan que estudian una carrera científica. Es muy lindo.
—¿Piensas en algún caso en particular?
—Una chica que tenía 15 años. Yo fui a su escuela en Copiapó y ella se quedó con ganas de saber más, me siguió escribiendo, preguntándome cosas. Me contaba que quería diseñar un programa para determinar cada noche qué estrellas y planetas podían verse en el cielo de Copiapó. Terminó estudiando Física.
—Se dice que la docencia ha sido uno de tus aportes más valiosos.
—Yo he hecho clases desde que obtuve mi licenciatura. Es parte de la vida del investigador formar gente. ¿Si no quién se va a dedicar a estas cosas cuando uno ya no esté? Uno siempre aprende de la gente joven. Vienen con preguntas nuevas, que a uno no se le habían ocurrido. Es muy renovador trabajar con ellos.
—¿Por eso tu nombre llegó a un asteroide?
—No, no. Yo tuve muchos estudiantes que ahora son investigadores, y a ellos se les ocurrió lo del asteroide. Es muy entretenido, pero es una cosa también de suerte, no es que uno haya hecho nada que no hacen los demás.
—Es mi sueño. Yo quiero investigar hasta que me muera. Mi mayor aspiración es esa: morir observando las estrellas.
Texto: Natalia Correa
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