El investigador del INACH Anelio Aguayo-Lobo, activo a sus 86 años, fue pionero en el estudio de los mamíferos marinos en Chile. Compañero de buceo de Jacques Costeau, quien lo transformó en un conservacionista, ha luchado durante décadas para proteger la vida en nuestros mares.

 

No cumplía aún diez años, cuando descubrió que su vida sería la de un hombre de mar. Anelio Aguayo-Lobo solía subir todos los días un empinado cerro en Iloca, una localidad en la región del Maule, para buscar el agua con la que cocinaban sus padres. Un día, se asomó desde la cima a mirar el oceáno, y lo que vio lo dejó atónito: dos cuerpos negros, enormes, nadaban elegantemente y lanzaban chorros blancos hacia el cielo. Sorprendido por el espectáculo, lo primero que hizo fue correr cerro abajo para contarle a su familia lo que acababa de ver. Después de escuchar su relato, su padre le explicó algo que le cambiaría la vida. Lo que había visto, le dijo, eran ballenas. Desde ese momento, cuenta el investigador del Instituto Antártico Chileno, ya no dejó de pensar en ellas.

Han pasado más de siete décadas de ese encuentro, y también cientos de publicaciones en revistas científicas nacionales y extranjeras, pero Aguayo-Lobo asegura que su fascinación por los cetáceos se mantiene intacta. A sus 86 años, el especialista en mamíferos marinos —titulado como médico veterinario en la Universidad de Chile, ya que cuando entró a estudiar aún no existía la carrera de Biología Marina— no tiene entre sus planes retirarse. Aunque es uno de los investigadores activos más longevos del país, dice sentirse vigente y, más importante, conectado emocionalmente con su oficio. Las cosas, asegura por teléfono, no han cambiado demasiado desde ese día en el cerro.

Anelio Aguayo-Lobo junto a Jacques Cousteau.

—Un científico que no se emociona, que no es sensible ni solidario, lisa y llanamente no es un ser humano —dice el investigador, académico de la Universidad de Magallanes—. Por eso he sido profesor toda la vida, para transmitir a otras generaciones los pocos conocimientos que aprendí.

Investigador del INACH desde hace 29 años, Aguayo-Lobo fue pionero en el estudio de los grandes cetáceos en Chile, en particular de la ballena jorobada y del cachalote, dos de los animales más grandes del planeta, que en verano suelen nadar libremente por nuestras costas en busca de comida, con concentraciones desde el golfo del Corcovado, al sur de Chiloé, hasta la península Antártica.

La historia de su carrera, de cierta forma, es la historia del desarrollo de la biología marina en el país: luego de graduarse como veterinario, fue ayudante del naturalista Guillermo Mann, fundador del Centro de Investigaciones Zoológicas de la Universidad de Chile, y del doctor Parmenio Yáñez, creador la primera Estación de Biología Marina del país, Montemar. También fue aprendiz del famoso oceanógrafo inglés Robert Clarck, contratado como asesor de los gobiernos de Chile, Perú y Ecuador para investigar la caza de ballenas en el sur del mundo. De esa forma, se convirtió en el primer investigador chileno especializado en el estudio de los cetáceos en el país.

Por esos años, la supervivencia no era un asunto sencillo para los grandes mamíferos marinos que nadaban entre la Antártica y nuestro país. A fines de los 50, cuenta el investigador, la industria ballenera local se encontraba en su momento de mayor productividad: sólo en Quintay, entre 1938 y 1967, cerca de 13 mil cetáceos fueron capturados y procesados, principalmente para la elaboración de aceite. En el caso de las ballenas azules, el animal más grande que ha existido en la Tierra, la cacería redujo su número de unas 360 mil a cerca de mil ejemplares, al borde de la extinción total.

 

“Un científico que no se emociona, que no es sensible ni solidario, lisa y llanamente no es un ser humano. Por eso he sido profesor toda la vida, para transmitir a otras generaciones los pocos conocimientos que aprendí”, dice Anelio Aguayo-Lobo.

 

En ese contexto, dice Aguayo-Lobo —hoy reconocido, sobre todo, por su contribución a la creación de políticas ambientales para proteger a los mamiferos marinos—, un joven aspirante a investigador de cetáceos no tenía más alternativa que adaptarse a la realidad de los mares. Por eso, los primeros años tuvo que acompañar a los cazadores para poder recolectar muestras.

—Para conocer a estos animales —dice— tuve que meterme en ese mundo.

Como pionero del estudio de los cetáceos en Chile, cuenta, puso en riesgo su vida más que un par de veces: en 1966, mientras realizaba un censo de animales en la Antártica desde un helicóptero de la Armada, el motor de la aeronave se detuvo a 400 metros de altura, lo que obligó al piloto a realizar una compleja maniobra de descenso en picada. El golpe sin duda los hubiera matado, si el vehículo no hubiera caído sobre una densa capa de nieve, que contuvo el impacto y salvó sus vidas.

—Nos hundimos varios metros, casi quedamos sepultados —dice el investigador, quien tuvo que luchas para salir entre la masa de nieve blanca—. Por suerte, pudimos comunicarnos por radio con otro helicóptero, que llegó a auxiliarnos.

Ninguna experiencia, sin embargo, lo marcó tanto como la relación que forjó con el mítico buzo Jacques Cousteau, a quien conoció en 1972. Fue el mismo explorador francés quien lo contactó para viajar juntos a la Antártica. Aguayo-Lobo, que tenía otro viaje programado al continente blanco por la misma fecha, recuerda con exactitud las palabras con que respondió a Cousteau:

—Juntémonos allá —le dije—, usted en su buque francés y yo en el chileno. Yo lo invito a conocer nuestro buque, y después me comprometo a acompañarlo a navegar en Punta Arenas.

En 2017, Aguayo-Lobo fue reconocido por el INACH por su gran aporte a la investigación de cetáceos y a la exploración del Continente Blanco.

Zarparon desde la capital de Magallanes a bordo del famoso buque Calypso, con el cual Cousteau recorrió los mares del mundo, y llegaron hasta Puerto Montt recorriendo los inexplorados canales patagónicos. Durante tres semanas, registraron a las distintas especies de ballenas venidas desde aguas más cálidas a alimentarse en el fin del mundo. En esas conversaciones, con los enormes bloques de hielo blanco en el horizonte, descubrió el carácter conservacionista del francés y los enormes esfuerzos que realizaba para promover la protección de los océanos y sus ecosistemas.

—Su mirada influyó en mi reconversión. Me fui percatando de la importancia de eso. Yo tenía la mirada de un veterinario que aprovechaba los recursos del mar. Gracias a Cousteau, pude ver por primera vez la cópula de dos ballenas francas. Fue algo muy impactante.

Desde entonces, Aguayo-Lobo se transformó en uno de los principales defensores de la fauna marina en Chile, en una época en que la mirada del país sobre la protección de sus ecosistemas era casi inexistente. Entre otras cosas, impulsó una campaña para modificar la legislación nacional sobre la caza de cachalotes, que permitía perseguirlos cuando aún no eran adultos. En 1966, descubrió un grupo de 12 lobos antárticos en las Islas Shetland del Sur, una especie que se creía ya desaparecida en esa parte del mundo, y comenzó un proceso de recuperación que hoy llega a 25 mil ejemplares.

 

Como pionero del estudio de los cetáceos, varias veces puso en riesgo su vida: en 1966, mientras censaba animales en la Antártica, el motor de su helicóptero se detuvo a 400 metros de altura. El golpe los hubiera matado, si el vehículo no hubiera caído sobre una densa capa de nieve, que contuvo el impacto y salvó sus vidas.

 

A partir de 1983, cuando finalmente se prohibió a nivel mundial la caza de ballenas —aunque países como Japón, Islandia y Noruega las continúan cazando—, los estudiosos de los cetáceos tuvieron que desarrollar nuevas técnicas de investigación, que no dañaran más sus ya frágiles poblaciones. Por eso, en 1994 Aguayo-Lobo desarrolló el primer programa para sistematizar los avistamientos de cetáceos en el Estrecho de Magallanes. A través de él, elaboró un catálogo de foto-identificación y la toma de biopsias de piel para los primeros estudios genéticos de esta especie en Chile. En 2014, participó en la creación del Atlas Biogeográfico del Océano Austral, la guía más detallada que existe a la fecha sobre la vida en la Antártica. Fue un trabajo de recopilación que duró una década, en donde participaron 91 instituciones científicas de 22 países.

Así como el encuentro con un hombre extraordinario cambió su mirada sobre la relación del hombre con los animales, el investigador de 86 años asegura que las cosas que han sucedido en el país desde octubre han vuelto a modificar su mirada. Esta vez, dice, respecto a la relación del hombre con el propio hombre. Cree que es una oportunidad para construir un nuevo pacto de entendimiento, una sociedad más solidaria, y también para que la ciencia reflexione sobre la dinámica de la competencia descarnada por fondos de investigación, para recuperar su verdadera esencia: la colaboración.

—Todo esto me lleva a algo bastante simple: que volvamos a ser modestos, como nos enseñaron los viejos profesores en la universidad, que cooperemos con nuestros compañeros, que atendamos amablemente a nuestros estudiantes y enseñemos lo que sabemos —dice—. Si recuperamos esos valores antiguos, a todo nivel, yo creo que las cosas van a cambiar en nuestro país.

 

Texto: Dante Valdés