Desde hace 12 años, Nicolás Lagos estudia a un animal que nunca ha visto. Los pocos registros que hay sobre su existencia se obtienen gracias a las cámaras-trampa, dispositivos que se instalan en su hábitat y capturan imágenes cuando perciben algún movimiento. Las cámaras funcionan día y noche por dos o tres meses. Transcurrido ese periodo, el investigador y sus colegas van a terreno, retiran las tarjetas de memoria y, antes de regresar a la ciudad, las revisan en sus computadores rogando por un poco de suerte. Cada tanto aparece la imagen de un felino pequeño, de pelaje grueso y una cola larga que corresponde a más del 60% de su cuerpo. Es el gato andino, una desconocida especie nativa que habita las zonas altas de Perú, Bolivia, Chile y Argentina. Para su estudio y conservación, Lagos trabaja con científicos de los cuatro países, unidos por el amor a un animal que, en el mejor de los casos, han logrado ver en fotografías. Pero ¿cómo se ama lo que nunca se ha conocido?
Nicolás Lagos, de 37 años, Ingeniero en Recursos Naturales y conservacionista de vocación, dice que cuando uno se enamora de una especie, lo que en realidad está admirando es su hábitat: el delicado equilibrio que establecen entre sí todas las criaturas de un ecosistema, para hacer la vida de ese animal posible. Por eso, nunca le ha gustado mucho el nombre de su título profesional.
—Un recurso es algo que podemos transformar, como si estuviera hecho para que el ser humano lo utilice a su conveniencia —dice—. Siempre se dice que los árboles son valiosos porque capturan CO2, pero si en el futuro alguien inventara una máquina que cumpla esa función ¿Los árboles dejarían de ser importantes? ¿Cortaríamos entonces todos los bosques? Hay que entender que los árboles son mucho más que eso, son parte de ecosistemas complejos, cuyos elementos se relacionan y necesitan. Si se elimina un árbol, se está eliminando mucho más que un árbol.
Lagos escuchó hablar por primera vez del Leopardus jacobito —o gato andino— mientras estudiaba su pregrado en la Universidad de Chile. Pero fue sólo una breve mención, fugaz como el mismísimo gato andino, que es un felino rápido y esquivo; una sombra que a su paso deja un rastro de dudas. Durante su magíster en Áreas Silvestres y Conservación de la Naturaleza, quiso profundizar en su estudio, pero se encontró con muy poca información. Por eso, en 2007 decidió ingresar a Alianza Gato Andino (AGA), una ONG que busca conocer más sobre este felino, visibilizar su existencia a través de proyectos de difusión y educación ambiental, además de aportar a su conservación.
En los últimos años, AGA logró determinar que la población de gatos andinos no es mayor a 1.400 ejemplares, en un territorio que abarca 150.000 km2. Pese a que los registros son escasos, las mediciones utilizadas permiten considerarla una especie en peligro de extinción. Según Lagos, una de las principales amenazas son los proyectos mineros que intervienen en el hábitat del felino.
—El gato andino se encuentra entre 1.500 y 5.000 metros sobre el nivel del mar. En Chile, por ejemplo, el año pasado se avistó uno en la Cascada de las Ánimas, Cajón del Maipo, y el 2016 uno en Valle Nevado —cuenta el investigador—. También se sabe de su presencia en algunas zonas altiplánicas del norte del país. Habita siempre en zonas rocosas, con disponibilidad de agua. Por eso, si un proyecto minero extrae mucha agua o la contamina, restringe las posibilidades de vivir del gato andino, porque no es un mamífero que se adapte a otras condiciones medioambientales.
Su caza, sobre todo en zonas ganaderas, es otro peligro para su conservación, por eso AGA lleva dos décadas dedicada a divulgar la existencia de esta especie y a desarrollar estudios que permitan comprender su conducta y relación con el ecosistema. Son una veintena de investigadores, que cuentan con financiamiento de Wildlife Conservation Network, una organización internacional que recauda dinero para proteger especies en peligro de extinción. Aunque el trabajo es en buena medida voluntario, con ese dinero, y otros fondos concursables nacionales y del extranjero, van a terreno, compran equipos, generar registros y hacer pruebas de ADN, con lo que hacen estudios sobre su distribución, periodos de gestación, fisiología y composición genética. También quieren verificar una hipótesis propia: la posibilidad de que existan dos subespecies de gato andino.
Aún así, quedan muchas preguntas por responder. AGA todavía no logra determinar, por ejemplo, cuánto dura el ciclo de gestación o cuántas crías tiene una hembra en cada camada.
Algunos pueblos originarios del centro y sur de la zona andina —parte de Perú, Bolivia y Chile— conocieron y adoraron al gato andino, al que llamaron Qhoa o Titi. El registro está en la tesis de la investigadora Natalia Giraldo, que rescata testimonios indígenas sobre esta especie: “…se deja ver cerca a los puquíos (manantiales), se desplaza por los aires —entre brumas y nubes— lanza rayos por los ojos, produciendo truenos y desplegando el arcoíris […] es temido a pesar de que por su condición de donante de la lluvia debería ser considerado benéfico; debido a que suele producir acciones destructivas como escupir granizo o matar con rayos, este ser mítico puede retardar las lluvias en desmedro de la germinación de las plantas cultivadas y de las gramíneas campestres”.
Por eso, en el sincretismo religioso del altiplano, en el que se mezclan ritos ancestrales y creencias cristianas, aún se desarrollan rogativas que incluyen cantos en honor al gato andino, y la utilización de pieles y ejemplares disecados. Estos han sido traspasados de generación en generación durante más de un siglo, aunque sean pocos quienes han visto al felino en su hábitat natural.
Frente a la pregunta —¿Cómo se ama lo que nunca se ha conocido?— Lagos suspira y responde:
—Las primeras veces que fui a terreno lo único que quería era verlo, ahora siento como si ya lo hubiera visto —dice—. Si lo viera me pondría a llorar, pero cuando estoy en el Altiplano o en la montaña ya me siento conectado con él. Cuando uno ama una especie, ama el lugar donde el animal vive, que permite que exista. Hace poco, mi hermana, que es profesora de Básica, me contó que un niño de 7 años disertó sobre el Gato Andino. Yo supe de él a los 22. Ahí me doy cuenta que lo que importa no es verlo. Puedo ir muchos años más a terreno y no encontrarlo nunca, pero con una foto más que le saque, o con un dato más que obtenga de su comportamiento, estamos contribuyendo a que el gato andino sea visible. Y a que, algún día, un niño diga que es su animal favorito.
Texto: Belén Fernández