La meta era improbable: producir agua en el desierto más seco del mundo. El encargado de lograrlo era un pequeño robot de madera llamado Rabdomante, que desplazaba sus cuatro ruedas sobre las rajaduras del suelo del desierto de Atacama. Mientras lo hacía, almacenaba energía en sus paneles solares y alimentaba unos dispositivos llamados celdas Peltier, que en su lado frío permitían condensar el agua de la atmósfera. Fue así como Rabdomante logró generar, en las condiciones más extremas, una gota de agua. El robot, presentado este año en el Festival de Arte Contemporáneo SACO8, de Antofagasta, es una de las últimas obras del artista e ingeniero industrial Joaquín Fargas, de 69 años, que desarrolla obras e instalaciones con sensibilidad ambiental en museos de todo el mundo.
—El Rabdomante generó un nuevo ciclo en la naturaleza. El Sol, que evapora el agua del desierto, generó electricidad para condensar el agua de la atmósfera —dice Fargas, sentado en una sala del Teatro Oriente, justo después de dar su charla en la octava edición del Congreso Futuro—. Es como el método ancestral del atrapanieblas, que se usaba para juntar el agua de la montaña. Es emocionante ver cómo la tecnología podría devolverle al desierto su capacidad de producir agua y cultivos. El Rabdomante generó esa parte poética y conceptual de haberle robado al desierto una gota de agua.
Sus proyectos no pretenden llegar a respuestas científicas, sino ser disparadores de ideas. Pueden considerarse obras utópicas, dice Fargas, que podrían, sin embargo, inspirar caminos para la búsqueda de soluciones reales. Por eso, hace más de una década explora el cruce entre el arte y otras disciplinas. Desde 2008 dirige el
en la Universidad Maimónides de Buenos Aires, donde suele incorporar elementos vivos a sus obras. Quizás la más famosa sea Biosfera, una serie de esferas de policarbonato que contienen ecosistemas acuáticos, con las que busca concientizar sobre el cuidado del planeta.
Fargas, que también ha dedicado parte de su carrera a la divulgación —en 1990 fundó en la capital argentina el Centro Científico Tecnológico Interactivo, para promover que los niños se acerquen a la ciencia—, ha desarrollado varias obras provocadoras. Para su proyecto Inmortalidad aisló células de corazón de ratón en un biorreactor para que éstas se replicaran constantemente, creando un organismo semivivo que podría vivir indefinidamente. En Nanogalería, expuso obras de arte nanotecnológicas imposibles de ver para el ojo humano.
Algunas de sus obras más ambiciosas han sido instalaciones al aire libre. En 2017 viajó a la Antártida para desarrollar Utopía, un proyecto que buscaba concientizar sobre el cambio climático y su efecto en los glaciares. Para eso, montó tres molinos de viento sobre la nieve durante dos semanas. Esas estructuras de aluminio tenían un objetivo inalcanzable: enfriar el glaciar para evitar su descongelamiento. Otras obras consistían en cubrir un glaciar con telas reflectantes para protegerlo del Sol, o echar a andar los Glaciators, dos robots solares que compactaban la nieve y la transformaban en hielo para volver a adherirla a los glaciares.
—¿El principal objetivo de tu arte es concientizar?
—Si no tengo un concepto detrás de una instalación, obra o performance, pierdo el interés. No estoy para producir una obra estética por sí misma, me interesa la parte más conceptual y filosófica. Para la vieja escuela el arte se supone que debe ser inútil; yo no critico eso. Pero considero que utilizar el arte para transmitir un mensaje es importantísimo, sino nos estamos perdiendo una gran oportunidad. Todos los proyectos que hago tienen un programa educativo asociado. Por ejemplo, acabo de hacer una muestra en Argentina sobre la Antártica basada en las expediciones que hice, y los visitantes podían armar robots similares a los Glaciators. Los llevaban al Sol y se emocionaban al ver que funcionaban con energía solar.
—Has recibido algunas críticas que dicen que “banalizas” la ciencia. ¿Crees que hay prejuicios hacia el arte en la comunidad científica?
—Hay prejuicios desde los dos lados. En 2007 hice una escultura solar para la Bienal del Fin del Mundo, en Ushuaia. Se llamaba Sunflower, centinela del cambio climático y aunque tenía una fuerte impronta ambiental, no dejaba de ser una obra artística. Tuvo mucha difusión alrededor del mundo y generó discusión. Unos decían: ¿estamos ante una hecatombe ambiental y a este tipo solo se le ocurre hacer arte? Otros creían que no era una obra artística, sino científica. Durante mucho tiempo me encontré en un limbo donde no era validado por ninguno, lo cual me resultó muy interesante. Hoy ese cruce entre ciencia y tecnología se produce más rápido. Actualmente dirijo un laboratorio de bioarte y usamos la biotecnología como una herramienta de expresión artística. Ya no hace falta consultar a un artista o a un científico para ver si podemos usar una herramienta: la usamos y eso genera nuevos cruces. El arte puede disparar investigaciones científicas interesantes, adelantarse unos años con respecto a la ciencia. Lo que hoy parece imposible quizás con el tiempo se puede plasmar.
—¿Tus obras buscan mostrar caminos para un futuro mejor?
—Nunca debemos perder la esperanza y la expectativa de hacer algo. Debemos hacerlo, aunque no sepamos los resultados, porque si no hacemos nada ya conocemos los resultados. El mundo está complicado, pero lo peor sería dejar que nos lleve puestos. Por ejemplo, en el primer viaje a la Antártida instalé tres molinos para enfriar el glaciar, que llamé Don Quijote contra el cambio climático. Están inspirados en el personaje de Cervantes, que luchó contra los molinos de viento en una tarea imposible, y representan la capacidad de los seres humanos para encarar una tarea que, aunque en apariencia nos supera, debemos enfrentar igual.
Texto: Rafaela Lahore