Quizás esto empieza con un joven caminando por Londres, ya tarde, cuando es de noche y la ciudad se convierte en otro lugar: un territorio desconocido, impredecible. Es un estudiante chileno, bordea los 30 años y está ahí, en septiembre de 1992, cursando un doctorado, estudiando al filósofo británico Jeremy Bentham y las ideas que tuvo para implementar en las nacientes repúblicas hispanoamericanas, en pleno siglo XIX, la doctrina utilitarista. Aunque lo que más le fascina de él es su lado excéntrico, esa obsesión que tuvo por el embalsamiento y que lo llevó, de hecho, a donar su cuerpo para ser diseccionado públicamente y así ayudar al avance de la ciencia.
El estudiante chileno que camina por Londres piensa en esa obsesión de Bentham, que también se convertirá en su obsesión, aunque con otras variantes: en el fondo, lo que le llamará la atención será el destino de nuestras vidas, el destino de nuestros restos.
Bentham, el embalsamiento, los restos, Hispanoamérica y, entonces, el azar hizo lo suyo: un día, buscando antecedentes sobre la relación entre el filósofo y Andrés Bello —quienes se conocieron en Londres—, el joven chileno descubre una traducción del venezolano de un texto en el que, entre otras cosas, se resumen los relatos de viajes escritos por el capitán Robert FitzRoy y Charles Darwin cuando atravesaron Tierra del Fuego. Ahí “se cuenta la increíble historia de los cuatro fueguinos llevados por FitzRoy a Londres en 1830: Fuegia Basket, York Minster, Jemmy Button y Boat Memory”.
El joven chileno, que se llama Cristóbal Marín (1964), que estudió Filosofía y que se fue a Inglaterra, a inicios de los 90, a cursar un doctorado en Estudios Culturales, se obsesiona con esos fueguinos y busca sus historias y sus restos. Y al final llega a dar con ellos, con esos huesos desperdigados por Europa, y también con una historia de violencia y exterminio, de selk’nam, yaganes y kawésqar siendo raptados y torturados en el viejo continente, convertidos muchos en una atracción: en zoológicos humanos.
Cristóbal Marín pasó más de veinte años rastreando estas historias, los destinos de esos hombres y mujeres, y recopiló una cantidad impresionante de información sobre ellos, relatos infernales pero también descubrimientos asombrosos, como ese diccionario yagán-inglés que escribió el misionero Thomas Bridges, en el que recopiló treinta y dos mil palabras yaganes. Un manuscrito alucinante que fue el detonante para entender que toda esa investigación que llevaba realizando debía desembocar en un libro.
Y ese libro es el que acaba de publicar: Huesos sin descanso. Fueguinos en Londres (Debate), un viaje alucinante en el que mezcla una serie de historias, recuerdos y lecturas para dar forma a un ensayo personalísimo: viajes, relatos, antropología, historia natural, política, enciclopedismo, vidas breves y vagabundeos por un Londres que será el inicio de todo.
—Cuando descubro lo de los fueguinos en Londres no sabía casi nada de todo lo que pasó. No sabía de los zoológicos humanos ni del exterminio de los selk’nam ni del maltrato que sufrieron esos pueblos —cuenta Cristóbal Marín sentado en su oficina, en la Universidad Diego Portales, donde se desempeña como Vicerrector Académico.
Dice que en los 90 estas historias seguían siendo una suerte de secreto o que sólo las conocían quienes estudiaban a estos pueblos originarios. Por eso, cuando leyó la traducción que hizo Andrés Bello del texto del capitán FitzRoy se sorprendió.
—Después descubrí lo del diccionario de Bridges y me pareció impresionante. Porque Darwin había dicho que el idioma de los yaganes no servía para nada, que era sólo ruido, murmullos, y viene Bridges y descubre treinta y dos mil palabras. Ese diccionario es un monumento al pueblo yagán.
En la fotografía que ilustra la portada de Huesos sin descanso, observamos a un hombre blanco rodeado de cuatro fueguinos vestidos de forma impecable, que posan frente a la cámara con sus trajes y sus zapatos, bien peinados, artificiales. La violenta composición de la imagen muestra la obsesión europea con “civilizar” a estos hombres, su miedo por lo desconocido: no entienden cómo estas personas llegaron a vivir al fin del mundo, cómo sobrevivieron en esas tierras inhóspitas. No entienden su idioma, ni sus formas de vida, y tampoco hacen mucho esfuerzo por entenderlos: los raptan, los suben a sus barcos, los llevan a Inglaterra para convertirlos en “hombres de bien”, para estudiarlos. Pero allá contraen enfermedades que no conocían y mueren, y los que no —que no se dejan civilizar— terminando siendo materia de entretención. Los pasean por Europa y los encierran en verdaderos zoológicos humanos, que la gente paga por ir a ver. Los tienen ahí, en jaulas, sin apenas comer, con muy poca ropa, material de exhibición.
En un momento del libro, Marín rastrea el destino de un grupo de kawésqar que recorrió diversas ciudades europeas. Sabe que los exhibieron en Berlín y viaja hasta la capital alemana buscando sus rastros. Casi no hay información. Encuentra muy pocos rastros del paso de estos fueguinos por Alemania. Se pierde, divaga, camina por Berlín, zigzaguea como su libro, que es también un constante divagar: el narrador se va por las ramas, se detiene en algún personaje, en algún recuerdo, en alguna caminata nocturna, dejando que el azar guíe la investigación. Son muchos los temas que cruzan el libro, muchas las historias, pero lo que une todo es la curiosidad de su autor, que le permite ir desmadejando esta historia que empieza en Londres y que lo arrastra hacia Tierra del Fuego. Es la voz, en primera persona, con la que narra estas historias; uno desea seguir escuchándola, se entrega, y entonces de pronto estás en Berlín, siguiéndolo hacia el Jardín Zoológico donde fueron exhibidos los kawesqar en noviembre de 1881. Se sabía que durmieron en el recinto de las avestruces, pero no mucho más. No había rastros de su paso, de su show. Pero él sigue buscando, quiere conocer el destino de esos kawésqar: el destino de sus restos, dónde están esos huesos, qué hicieron con esos cuerpos.
—El libro deja la sensación de que toda esa violencia que se ejerció contra estos pueblos originarios de Tierra del Fuego, pareciera seguir viva con respecto al conflicto mapuche. Hay una conexión inevitable.
—Sí, Chile no ha podido resolver este tema. Y claro, ‘no se puede despertar a los muertos’, como dice Walter Benjamin, pero sí se puede reparar la memoria, reconstruir la historia, esta dolorosa memoria del maltrato con estos pueblos, muchas veces con la complicidad del Estado chileno. Darwin en un momento dice: ‘¿cómo llegó esta gente hasta acá? Viven en esta tierra inhóspita pero igual se reproducen, comen, son felices…’, no podía entenderlo. Pero eran sus tierras y los estancieros se las quitaron, y luego los empezaron a cazar. A veces el lenguaje no es suficiente para narrar ese horror.
—El libro empieza en Londres y termina llevándote hacia Tierra del Fuego, en un mismo camino que hicieron muchos, como el propio Darwin.
—Sí, me sorprendió mucho ese vínculo tan extraordinario. Había un continuo ir y venir de ingleses que se volvían locos con Tierra del Fuego. Y que estaban obsesionados con llevarse fueguinos para realizar experimentos civilizatorios. En un momento, como cuento en el libro, llegué a descubrir en los diarios de FitzRoy, que se llevaron el cuerpo de un fueguino en vinagre para estudiarlo y diseccionarlo en el Colegio Real de Cirujanos de Londres. Esas excentricidades inglesas siempre me llamaron la atención y tienen que ver también con ese otro tema que es el destino cultural de los restos mortales, ese dilema: ¿por qué la humanidad empieza a enterrar a sus muertos?
—Huesos sin descanso es un libro que atraviesa muchos géneros, que trabaja con la antropología, con los relatos de viaje, con la historia natural. Tu formación es en filosofía y estudios culturales, pero tu curiosidad pareciera ir mucho más allá de esas disciplinas en las que te especializaste.
—Yo creo que la filosofía era una excusa para entrar en la literatura, en la antropología, en la historia, en las ciencias sociales, que son cosas que me apasionan. No me gustan las disciplinas. Creo que es bueno formarse en una, pero la conversación y los diálogos con las otras siempre es lo que más me atrajo cuando estudiaba filosofía. Cuando hago el doctorado en Estudios Culturales en Inglaterra son los 90, años en que no esa área no se conocía tanto como ahora. Me interesaba mucho porque mezclaba diversas materias, y eso se refleja en el libro, donde juego con distintas disciplinas, pero un poco de aficionado. Yo no soy un experto en Darwin, en Bentham, pero sí me interesaron por otras razones, por sus vidas que se mezclan con sus teorías.
—Pasaste casi veinte años investigando, ¿cómo recuerdas todo ese tiempo?
—Sí, fueron casi veinte años comprando libros que no estaba seguro de si me iban a servir o no, pero que estaban en esta línea. Libros sobre Darwin, sobre Tierra del Fuego. Nunca olvidé el tema, tenía papeles, estructuras. En 2003 escribí un artículo para Artes y Letras donde resumía parte de esta historia y sobre todo la del diccionario yagán-inglés de Thomas Bridges, pues había tenido el ejemplar en mis manos. Después me invitaron a escribir para un libro sobre el Cabo de Hornos que hizo el Museo Precolombino y pensé: aquí hay algo. Así fui descubriendo la forma que iba a tener todo este material.
Texto: Diego Zúñiga