No existen datos confiables. No se sabe cuántas ballenas mueren cada año en los mares chilenos al ser embestidas por grandes embarcaciones —sus cuerpos, muy lastimados, suelen desaparecer en altamar— pero una cosa es segura: ésta se ha convertido en su principal causa no natural de muerte en todo el mundo. Las pruebas quedan cada año en las costas: la mayor parte de las ballenas varadas suelen tener huesos fracturados o músculos rasgados por las hélices de motores.
Si durante el siglo pasado su caza despiadada llevó a la ballena azul al borde de la extinción total —su prohibición, en 1986, llegó cuando ya no quedaban vivas ni el 1%—, hoy, el gran desafío es evitar que los enormes cuerpos de estos animales revienten contra los barcos. Para que esto deje de suceder en Chile, la oceanógrafa inglesa Susannah Buchan, de 35 años e investigadora del centro COPAS Sur Austral de la Universidad de Concepción, implementó en abril un plan piloto en el Golfo Corcovado, los revueltos mares al sur de la isla de Chiloé, para monitorear durante tres meses, y en tiempo real, el movimiento de los cetáceos.
—Las mayoría de las especies de ballenas están en peligro de extinción, las poblaciones están muy bajas, entonces queremos hacer todo lo que podemos para ayudar en su recuperación —dice la investigadora—. En California hay una población de ballenas azules muy estudiada, que se está recuperando más lento de lo previsto, y estas colisiones pueden ser la explicación. Podemos pensar que la situación en similar en Chile.
El plan consistió en instalar dos hidrófonos de última tecnología, unos micrófonos submarinos que parecen misiles y pueden ser desplazados de forma remota. La idea, cuenta Buchan, era comprobar si podían detectar con rapidez por dónde se estaban moviendo. En el futuro, dice, si consiguen los apoyos necesarios, eso será clave para poder advertirles a los capitanes cuando deben reducir la velocidad o desviar sus rutas de navegación. Los motores son parte del problema: el enorme crecimiento del ruido marino —que desde 1970 se ha cuatriplicado—, aumenta el estrés de las ballenas, dificulta que se comuniquen entre sí y que puedan reaccionar ante una embestida.
Susannah Buchan llegó al Golfo Corcovado en 2007 para estudiar el canto de las ballenas azules, una de las especies más amenazadas del planeta. Sabía que allí, en esas aguas heladas y tormentosas, cada verano se alimentan unos 700 individuos. Sobre las ballenas azules hay muchos misterios: no se sabe bien dónde se reproducen, ni cuáles son sus rutas migratorias, pero sí que existen al menos nueve grupos en el mundo y que cada uno tiene un canto propio. Un sonido repetitivo, de baja frecuencia, que producen los machos y que atraviesa kilómetros de agua. Luego de analizar el canto de las ballenas del Corcovado, la oceanógrafa descubrió algo impensado: que su canto era distinto. A ese idioma del mar lo bautizó como “el canto chileno”.
Desde entonces, se ha quedado en las costas de nuestro país —donde se pueden observar la mitad de las especies de cetáceos que existen en el mundo— para estudiarlas y protegerlas. En la última década, ha instalado una decena de boyas acústicas en los mares chilenos, con los que ha grabado millones de vocalizaciones de ballena, pero los dos hidrófonos que colocó en abril son los primeros que funcionan en tiempo real y pueden moverse. Eso, naturalmente, brinda mayores posibilidades. Chile es el tercer país de América, luego de Estados Unidos y Canadá, en el que se han implementado.
Cada hidrófono, cuenta, está conectado a un satélite, y cuando sale a la superficie —cada dos horas— envía los sonidos que escuchó en el mar. Buchan envió todos esos registros al Ministerio de Medio Ambiente y a la Subsecretaría de Pesca, y los compartió en el sitio Robots4whales, donde se reportan monitoreos de ballenas desde distintas partes del mundo. La primera etapa del proyecto buscó probar la tecnología y la comunicación, y ahora Buchan espera implementar una boya fija en alguna de las zonas donde se producen más coaliciones, como el Golfo Corcovado, Valparaíso o Mejillones. A futuro, el objetivo es extenderlas a lo largo de la costa chilena.
—¿Con una red así las ballenas estarían a salvo?
—Sí, absolutamente, porque permiten regular el territorio marino. Ninguna embarcación quiere chocar a una ballena y las empresas que construyen en la costa tampoco quieren tener impacto acústico en los cetáceos. Esta tecnología permite planificar las actividades humanas, no es que queramos frenarlas. Se trata de ordenar la casa.
—¿Crees que el país debería invertir en esta tecnología?
—A mí me entusiasma mucho. Llevo doce años trabajando en Chile con instrumentos acústicos que anclamos en el fondo marino, recuperamos y analizamos, pero en todo ese proceso hay un desfase de uno o dos años. Esta es una metodología económica y muy buena para fines científicos, pero para tomar decisiones necesitamos información actualizada. Por eso, sería ideal que en los próximos diez años el país desarrollara una red de boyas acústicas en tiempo real. Ese es mi sueño.
—¿Cuántos hidrófonos se necesitarían para cubrir toda la costa?
—Ni siquiera en Estados Unidos tienen una cobertura total. Más que eso, que no sé si es tan necesario, habría que cubrir los puertos principales o las rutas de navegación, como el estrecho de Magallanes, donde sabemos que hay muchas ballenas jorobadas y una ruta de tráfico marítimo importante. Ese sería un lugar prioritario. También el Golfo Corcovado y el mar interior de Chiloé, Valparaíso, Mejillones y Coquimbo.
—¿Crees que Chile protege a sus ballenas?
—Prácticamente somos líderes en conservación marina de nuestra región. Eso es porque los chilenos entienden que es importante protegerlas, como parte de su patrimonio, tanto por su valor intrínseco, como por el que significan para su ecosistema. Hay interés, pero todavía falta trabajo. Hay que aumentar la observación oceánica en las costas chilenas y esta tecnología acústica podría ser un gran aporte.
Texto: Rafaela Lahore