En las clases de ciencias, los alumnos más curiosos de Chile no suelen aceptar un “no sé” como respuesta. Con el apoyo de sus profesores, a veces incluso logran convertir sus dudas en investigaciones de nivel profesional, que impactan en sus comunidades y en sus propias vidas. Están por todo el país, en colegios privados y liceos rurales, en la ciudad, en el campo o en islas del Sur, pero una vez al año se reúnen en el Congreso Nacional Escolar de Conicyt, en donde los equipos científicos de todas las regiones compiten por ver quiénes tuvieron las mejores ideas y quiénes supieron transformarlas en ciencia real.
Entre el 26 y 28 de noviembre, en Concepción, 70 equipos de educación básica y media, de 16 regiones del país, presentaron sus investigaciones sobre ciencias naturales, sociales, tecnología e ingeniería a un comité de científicos expertos, que eligió los mejores proyectos.
Sin embargo, todos eran ya ganadores: los 142 alumnos que se presentaron en la XIX versión de la mayor competencia de ciencia escolar de Chile ya habían obtenido sus cupos compitiendo a nivel regional. Entre todo ese talento precoz, decidimos escoger tres historias que representan el ímpetu que puede tener la ciencia cuando se propone ir más allá de lo conocido, y la motivación que hay detrás de toda gran investigación: ayudar a las personas.
A principios de este año, en Punta Arenas, Julián Gallegos hablaba con su papá, que es ingeniero ganadero, sobre el problema que tenía éste con las falsas garrapatas que afectaban a sus ovejas. El estudiante, de sólo 11 años, pensó que tal vez él podía ayudarlo.
Buscando en internet, se enteró de que las falsas garrapatas se alimentan de sangre, pero se parecen más a un piojo o a una mosca sin alas, que vive en la piel y el vellón de las ovejas. Producen anemia y pérdida de peso a las ovejas, que se rascan y se muerden, dañando la cantidad y calidad de su lana. Julián reunió toda esa información y la llevó al Colegio Británico, donde su profesora de ciencias, Daniela Vargas, le había pedido a él y a sus compañeros de sexto básico ideas para iniciar una investigación científica.
La profesora le solicitó al curso averiguar posibles soluciones para el problema. En la clase siguiente, un compañero expuso que se pueden combatir con un químico llamado diazinón, pero es costoso y, según experimentos probados en ratas, produce ansiedad y depresión en los animales. Otro alumno propuso buscar un veneno sin químicos, natural. Decidieron investigar en el mundo vegetal, hasta que dieron con el diente de león, una invasiva planta de flores amarillas, que se protege a sí misma emanando una sustancia que extermina a los vegetales que la rodean, y que también se ha usado para matar insectos. La idea del curso fue conseguir esta arma natural y probarla contra la plaga de las falsas garrapatas.
Después de plantear científicamente el experimento, Julián y su compañero Mariano Mutis se encargaron de buscar el diente de león. Lo que en primavera hubiese sido sencillo, ya que la planta crece en los patios de las casas en Punta Arenas, no resultó fácil en junio. Pero recorrieron la ciudad comparando cada planta con fotos tomadas de internet, metiendo las candidatas en papel de diario para que que se secaran. Esperaban reunir kilos, pero al final, sólo llegaron a 600 gramos secos. Para septiembre, ya tenían los extractos disueltos en concentraciones de agua, y sólo les faltaba el sujeto a investigar: las falsas garrapatas.
Entonces, consiguieron ovejas infectadas y la profesora convocó a un equipo de voluntarios de primero medio. Armados con pinzas ultra delgadas, los alumnos bucearon en la lana de las ovejas inquietas, buscando garrapatas que se escabullían. Debían ser precisos, porque si dañaban las garrapatas perjudicarían los resultados del experimento. Reunieron 270, que después estudiaron en placas de laboratorio con diferentes dosis del extracto de la planta. Cada experimento era contra el tiempo, ya que las falsas garrapatas alcanzan a vivir sólo cuatro días separadas de las ovejas, a causa del cambio de hábitat.
Pero no hizo falta tanto tiempo. La mayor sorpresa no fue que el diente de león funcionara, sino que lo hiciera con una efectividad tan alta: la concentración más baja que probaron, un gramo diluido en 99 ml de agua, mató al 83% del total. Los estudiantes anotaron en sus bitácoras que las pocas que continuaron moviéndose parecían falsas garrapatas zombi. El experimento fue considerado un éxito: los alumnos hallaron una manera ecológica y barata de combatir una plaga real de la región de Magallanes. Por eso, un comité de 58 científicos los reconoció con el segundo lugar de Educación Básica en el Congreso Nacional de Concepción. Ellos, sin embargo, no se dan por satisfechos.
—Queremos aplicar nuestro extracto en un rebaño de ovejas real y probar si funciona contra tijeretas —dice Julián, entusiasmado por ayudar con ciencia a su padre ganadero.
En Calbuco, una pequeña isla ubicada en el archipiélago del mismo nombre, al sur de Puerto Montt, existe la escuela Eulogio Goycolea Garay, en donde los hijos de pescadores y marisqueros sueñan con hacer ciencia. Tienen, incluso, un nombre: Los Naturalistas de las Aguas Azules. Se trata de grupo de 23 alumnos de octavo a cuarto medio, liderados por la profesora Cecilia Torres, que investiga los fines de semana en Quihua, otra isla vecina.
Tenían razones para elegir ese lugar: la isla, de 1.500 hectáreas, conserva sólo 30 con bosque natural, luego de ser deforestada para construcciones, praderas agropecuarias y plantaciones exóticas. O para hacer leña. Por eso, el grupo de naturalistas, como proyecto para su taller de ciencias, decidió salvar lo poco que queda. Empezaron por hacer una encuesta a cien pescadores y agricultores de la zona, y confirmaron sus sospechas:
—La encuesta demostró que la gente no le da importancia a la conservación —explica la profesora, Cecilia—. Por desconocimiento, creen que el bosque no se va a acabar nunca.
En ese diagnóstico los jóvenes isleños creyeron ver una oportunidad: la solución era dar a conocer a los vecinos la importancia del bosque. Por eso, decidieron hacer un inventario detallado de qué especies y en qué cantidad era necesario conservar de él.
Para poder esquematizar una tarea inmensa —poner orden a un conjunto vivo con miles de metros cuadrados de superficie—, el estudiante Bastián Fuentes buscó artículos de investigadores que hubiesen hecho lo mismo con ecosistemas completos, pero no encontró. En cambio, revisó estudios sobre composición florística, edades arbóreas y formas de crecimiento, pero ninguno que le mostrara cómo relacionar todo eso sobre un mismo medio ambiente.
—Eran cosas específicas —dice Bastián, de 17 años—, pero nosotros necesitábamos un estudio que hiciera relaciones para decir “este bosque tiene estas especies y por eso, es importante”. Entonces tomamos ejemplos de distintos estudios para englobar todo en uno.
Cada sábado, los naturalistas pasaban desde las nueve de la mañana al atardecer aplicando su método, que consistía en cerrar cuatro metros cuadrados de bosque con pitas de color, tomar muestras de las especies presentes y compararlas con imágenes de libros botánicos. Aprendieron, por ejemplo, a distinguir los árboles por su corteza e incluso sabor: si picaba, dice Cecilia, era un canelo. Hicieron doce veces este procedimiento en distintos lugares del bosque y la profesora dio por terminada la misión científica, pero sus alumnos le pidieron incluir también un humedal que habían visto en Google Maps. Al final, identificaron 48 especies, muchas de las cuales nunca habían oído nombrar, como el melí o el tepú.
Ya caracterizada la flora, la altura e incluso la edad del bosque —unos 600 años—, el alumno Dylan Ruiz dirigió una investigación etnobotánica para averiguar los usos de las especies encontradas, que luego difundieron en folletos por la isla. Por ejemplo, el potencial para hacer tinturas de 17 plantas, que aplicaron en un taller de EcoPrint para alumnos del colegio. Los volantes también incluían recetas para hacer queque de avellanas, jugo de pitra y de murta, junto con textos sobre la importancia de salvar el bosque.
—La idea fue bajar toda esta información, incluso la más compleja, al nivel de la comunidad —dice Bastián Fuentes—. Al fin y al cabo todo el proyecto es para ellos.
En marzo de este año, el ingeniero mecánico Guillaume Serandour invitó a dos alumnas del Instituto Inmaculada Concepción de Valdivia a conocer Leufülab, el espacio colaborativo para científicos, profesionales y estudiantes que dirige en la Universidad Austral. La idea es que allí, entre impresoras 3D, equipos de realidad aumentada y herramientas, quienes busquen innovar puedan encontrar con quien debatir planes de diseño o desarrollo. El ingeniero no las invitó por azar: Consuelo Hinrichsen y Valentina Parada, de tercero medio, ya habían sido finalistas en un concurso de innovación en la Universidad Católica de Valparaíso, con un proyecto de energía solar. Por eso, les propuso crear algo nuevo con las máquinas de su laboratorio.
—Estas son las máquinas, esto es lo que podemos hacer, investiguen y la próxima semana tráiganme ideas para que elijamos una —les dijo Serandour, de origen francés.
Las dos alumnas quedaron fascinadas por las posibilidades de la impresión 3D, y se lo dijeron a su profesora de ciencias, Francisca San Martín. Ésta les pidió que acotaran su propuesta de investigación a un área, y eligieron salud. En la decisión pesaron, sobre todo, las ganas de Consuelo de ayudar a su abuela, que llevaba un año sufriendo.
—Ella tiene osteoporosis y se fracturó su rodilla el año pasado, por lo que tuvieron que ponerle titanio —dice Consuelo, de 17 años—. Con los cambios de temperatura se tendía a calentar o enfriar el injerto, y le causaba dolor. El titanio, además, dificulta mucho la movilidad y es un material muy costoso. De ahí partió el proyecto, de algo súper personal.
Investigando sobre el tema, llegaron a un artículo de 2014, en donde unos científicos españoles proponían un nuevo material para injertos en fracturas, biodegradable, capaz de desaparecer luego de que los huesos sanen. Pero lo que las impresionó no fue eso, sino el origen del material, menos distinguido que el titanio y más fácil de encontrar en Valdivia que en cualquier otro rincón de Chile: la cerveza. Consuelo y Valentina imprimieron el artículo, lo llenaron de anotaciones, y lo llevaron de vuelta, entusiasmadas, a Leüfulab.
hervir los granos de cebada para extraerles el azúcar. Luego de eso, lo que sobra, los tres kilos de granos húmedos que genera producir diez litros de cerveza, es el bagazo. Las dos alumnas se propusieron crear injertos con ese residuo y se lo pidieron a Gudrun Kausel, una investigadora de la cerveza de la Universidad Austral, que produce bagazo libre de impurezas. De su laboratorio salieron con un gran recipiente repleto de ese material.
Luego trataron el bagazo en los hornos del Instituto de Materiales y Procesos Termomecánicos de la universidad, a cargo de la ingeniera de materiales Loreto Troncoso. Allí lo deshidrataron por seis horas hasta que tomó aspecto de aserrín, lo trituraron y lo colaron. Metieron eso en un horno a 800 ºC, hasta obtener ceniza de bagazo, un producto que, se supone, tiene características similares a un hueso. Para comprobarlo, lo estudiaron con difracción de rayos X, y ésta arrojó que tenía calcio, fosfato, silicio y magnesio, los componentes minerales de un hueso de verdad. El procedimiento había dado resultado.
Entonces volvieron a la impresora 3D de Leufülab, en cuya jeringa mezclaron el bagazo con un plástico biocompatible, para que no fuera rechazado por el organismo, y al fin imprimieron los primeros injertos del material. Lo llamaron BeerBone, huesos de cerveza.
—Somos dos adolescentes de tercero medio empezando a generar tejido óseo mediante algo que nadie está haciendo en el mundo —dice Consuelo, con orgullo.
Y siguen avanzando. En pruebas recientes, investigadores de la Universidad Austral observaron que BeerBone está funcionando en experimentos con células de hueso. Lo que vendría después sería probarlo en huesos de animales vivos y, algún día, en personas que sufren como la abuela de Consuelo. Eso, al principio y ahora, es lo que las lleva a hacer ciencia.
Texto: Martín Venegas